El discurso presidencial, como una de las expresiones más relevantes del poder político, siempre ha oscilado entre la formalidad institucional y el intento de acercarse a la ciudadanía con un lenguaje comprensible.
La degradación del discurso presidencial también puede analizarse a través de la teoría de la herradura, propuesta por el politólogo francés Jean-Pierre Faye. Esta teoría sostiene que los extremos ideológicos, en lugar de estar en polos opuestos, tienden a parecerse en sus métodos y en sus consecuencias. Así, el autoritarismo de izquierda y el de derecha terminan confluyendo en prácticas similares, como la descalificación del adversario, la imposición de un pensamiento único y el uso del insulto como herramienta de poder.
El discurso presidencial, como una de las expresiones más relevantes del poder político, siempre ha oscilado entre la formalidad institucional y el intento de acercarse a la ciudadanía con un lenguaje comprensible. Sin embargo, en los últimos años, hemos asistido a una alarmante degradación de la narrativa política en Argentina. La necesidad de conectar con la gente común ha derivado en expresiones chabacanas, insultos y autoritarismo verbal. Este fenómeno, que comenzó con la prédica hegemónica del kirchnerismo y su retórica de guerra ideológica, ha encontrado en el gobierno de Javier Milei una versión aún más agresiva y grotesca.
El evento de presentación que realizó Milei en el Congreso de la Nación es un claro ejemplo de esta nueva etapa del discurso presidencial. Plagado de insultos, descalificaciones y amenazas, mostró a un presidente que desprecia cualquier forma de institucionalidad y que se comunica con la brutalidad de un hincha en la cancha de futbol . Se burló de quienes cuestionan sus designaciones para la Corte Suprema llamándolos «ñoños», minimizó conflictos políticos internos y atacó a medios de comunicación con frases como “Clarín miente” y “chimentos de peluquería”. Este tipo de expresiones, más cercanas a la disputa barrial que al liderazgo de un país, no solo desvirtúan la investidura presidencial, sino que también habilitan un clima de violencia discursiva que fácilmente puede trasladarse al plano físico.
El kirchnerismo, con Cristina Fernández de Kirchner a la cabeza, ya había llevado el discurso político a una lógica de enfrentamiento permanente. Su obsesión por la hegemonía cultural, basada en la construcción de un relato de guerra política e ideológica, saturó el debate público con un tono beligerante. La idea de una lucha dialéctica entre grupos sociales, fundamentada en la teoría gramsciana de la hegemonía, (El término hegemonía deriva del griego eghesthai que significa conducir, ser guía, ser jefe, guiar, preceder, conducir, y del cual deriva estar al frente, comandar, gobernar)
Esto termino sirvió para justificar años de confrontación política y descalificación de adversarios. Sin embargo, si bien el kirchnerismo utilizaba un lenguaje más elaborado para sostener su narrativa de poder, Milei ha llevado esta estrategia a un nivel aún más primitivo: el insulto como herramienta política.
Elisa Carrió, en una e un tiempo, describió con precisión este fenómeno: “Este lenguaje tan brutal, chabacano, grosero, de una cultura anal, muy primitiva, está infectando a la población. Esto habilita la violencia discursiva, que ya existe, pero se habilita desde el poder”. Su advertencia no es menor. La intolerancia en aumento, la exaltación de la agresión como parte del debate público y la falta de respeto hacia los opositores y la prensa son señales preocupantes de una sociedad que se dirige hacia un escenario cada vez más autoritario.
La narrativa política puede y debe ser sencilla para llegar al ciudadano común, pero no tiene por qué caer en la vulgaridad y el maltrato. Un presidente es más que un líder de barricada, y su discurso debe estar a la altura de su investidura. Argentina ha pasado de un relato hegemónico y pseudoacadémico a un populismo verbal violento y degradante.
Ahora nos preguntamos cuáles podrían ser las consecuencias de estas narrativas:
Si el discurso continúa en esta línea, podría derivar en un clima político aún más tóxico, donde la descalificación y el insulto sean la norma, afectando la convivencia democrática. La sociedad podría empezar a rechazar este tipo de narrativa, exigiendo mayor seriedad y responsabilidad en el discurso público, impulsando una nueva etapa de moderación política.
La falta de un discurso institucional sólido podría debilitar la imagen del presidente a nivel nacional e internacional, afectando su capacidad de gobernar y de generar confianza en su gestión. Este vacío de discurso serio y constructivo podría ser aprovechado por figuras políticas que busquen diferenciarse mediante un mensaje más equilibrado y orientado a soluciones reales.
De seguir así, Argentina corre el riesgo de quedar atrapada en un ciclo de radicalización permanente, donde el debate público se reduzca a gritos, insultos y descalificaciones. Los líderes deben ser capaces de restaurar un discurso político basado en la argumentación, el respeto y la construcción de consensos.
Antonio Gramsci fue un filósofo, político, sociólogo, periodista y teórico marxista italiano fundador y presidente del Partido Comunista de Italia. Preso político durante el régimen fascista de Benito Mussolini en Turi. Con el cargo por parte del fiscal de 20 años de prisión con la premisa de “debemos impedir funcionar a este cerebro”.
Eduardo Reina…