Organizó una fiesta para festejar el Nobel de Literatura pero se lo dieron a su gran maestro: se suicidaron los dos. El escritor japonés Yukio Mishima hizo una reserva en un hotel de lujo y terminó homenajeando a su mentor, Yasunari Kawabata. Soledad extrema y rituales samurái en el final de cada uno.
Hay una historia que es tan hermosa como incomprobable. Pero como la verdad, muchas veces, no es tan importante, no puedo dejar de repetirla. Cuenta el español Javier Marías en su libro de retratos de escritores, Vidas escritas (1992), que en 1968, Yukio Mishima estaba absolutamente convencido de que el Nobel de Literatura sería suyo.
Es probable que al escritor-samurái le haya llegado algún rumor respecto de que el premio iría para un escritor japonés, y, quizás, en su cabeza no podía ser otro que él mismo. Entonces, reservó un hotel de lujo en Tokio y organizó una mega fiesta donde estaría invitada toda la crema de las letras, las artes y la política japonesa.
Finalmente, quien ganó no fue él, sino su maestro y amigo, Yasunari Kawabata. Siempre honorable y con un sentido de la discreción tan japonés, Mishima no suspendió la fiesta, sino que dijo que era en honor de Kawabata. Apenas dos años después, el 25 de noviembre de 1970, Mishima intentó un golpe de Estado para restaurar el honor y gloria del Japón imperial. Por supuesto, la intentona resultó fallida, y, como él mismo había adelantado en su ensayo El sol y el acero (1968), el escritor se abrió el vientre y se suicidó cometiendo seppuku, el suicidio ritual establecido en el bushidō, el código de honor samurái.
Kawabata, según cuentan, por esos días, también estaba planeando su propio suicidio. Sin embargo, cuando se enteró de los acontecimientos que tenían a su amigo de protagonista, decidió suspenderlo y esperar un tiempo. Se terminó quitando su vida el 16 de abril de 1972 en un pequeño departamento a orillas del mar, ubicado en la isla de Honshū. Ya le había quitado el protagonismo una vez. No había querido volver a hacerlo de nuevo.
Kawabata, en su discurso de aceptación del Nobel, dijo que no estaba de acuerdo con el suicidio, y que no le parecía, para nada, “una forma de iluminación”. Lejos de reivindicar el acto, decía que el suicida está “por muy admirable que sea, lejos del reino de la santidad”, citando los casos de otros dos escritores amigos suyos que se habían matado, Ryûnosuke Akutagawa en 1927 y Osamu Dazai en 1948. Todavía estaba vivo Mishima, claro.
El hombre de las máscaras había escrito mucho sobre el seppuku y estaba obsesionado con su propia muerte, una muerte que lo “entusiasmaba” pensando en “la visión de mi propio cuerpo allí yacente, lacio y desmadejado. Me produjo un deleite indecible el que me hubieran pegado cuatro tiros y estuviera agonizando” como escribió en su obra maestra Confesiones de una máscara (1949), o en cuentos como “Patriotismo”, publicado en La Perla y otros cuentos (1957) donde describe el acto de una forma que hiela la sangre.
Quizás, al momento del hecho que lo tuvo como protagonista, Mishima se sintió como el protagonista de ese cuento: “Pensó que el filo debía haber atrasado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa. El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo. ¿Es esto el seppuku?, pensó”.
Mishima llegó a crear su propia fuerza militar, la Tatenokai (Sociedad del Escudo), que incluía a 300 soldados. En el cuento, el protagonista era acompañado en el acto por su esposa, Reiko; sin embargo, Mishima era homosexual. Y su acompañante hasta el final fue su amante, Morita.
Se trata de una muerte extremadamente dolorosa y lenta, ya que sucede por desentrañamiento, y no se toca ningún órgano vital. Entonces, es necesario que haya un acompañante dispuesto a decapitar al suicida para evitar prolongar la agonía. Ese era el deber de Morita, pero intentó varias veces hacerlo sin éxito, entonces tuvo que hacerlo otro de los subordinados del escritor.
Para las 12 del mediodía, Mishima y Morita estaban muertos, y sus soldados sobrevivientes entregaron los sables a la policía que ya había ingresado al campamento Ichigaya, el cuartel general en Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa, mientras las cámaras registraban todo lo sucedido.
El primer ministro japonés, Yasuhiro Nakazone, lamentaba los hechos por cadena nacional, reivindicaba la democracia y la Constitución, y deseaba que nunca más volviera a ocurrir un hecho semejante. Se trató de la primera muerte por seppuku en Japón desde 1945, a finales de la Segunda Guerra Mundial. En El sol y el acero, Mishima dijo que su primera gran frustación fue cuando escuchó al emperador Hiro Hito anunciando que Japón se había rendido en la guerra, tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y la segunda, que el máximo gobernante japonés tenía “voz humana”.
Mishima escribió su propia narrativa final en un acto que dejó atónito al Japón que todavía trataba de sacarse el polvo de la posguerra y al mundo. Kawabata, el tranquilo observador, siempre parecía llevar el peso de su propio éxito de manera humilde, reconociendo el talento literario de su discípulo con humildad y admiración.
El samurái del siglo XVIII, Yamamoto Tsunetomo, que se retiró a los bosques y escribió el Hagakure, sobre las reglas del bushidö -un libro que marcó a fuego, o a hierro, la vida de Mishima- decía que este es realmente la “forma de morir” o vivir como si uno ya estuviera muerto, y que un samurái debe estar dispuesto a morir en cualquier momento para ser fiel a su señor.
Allí, Tsunetomo escribe que “el camino del guerrero es la muerte”. Mishima siempre vivió bajo esos parámetros. Kawabata probablemente no, pero nunca pudo evitar lo que parecía predestinado para alguien cuya vida estuvo marcada por la soledad y la pérdida constante.
Akutagwa, su mentor, se suicidó, al igual que Mishima, su discípulo. Si la historia contada al principio de este artículo es cierta, no fue la única vez que Kawabata se sintió mal por quitarle protagonismo a su amigo. Al respecto de la entrega del Nobel, supo decir: “No entiendo cómo me han dado el premio Nobel a mí en vez de a Mishima. Un talento como el suyo sólo aparece una vez cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras.”
(Fuente: Infobae)