Desde sus inicios en la antigua Grecia, la democracia siempre ha sido aclamada como el sistema preferido por las naciones para elegir a sus representantes a través de la “voluntad popular”, reflejando, si se quiere, la real intención del pueblo en la vida política, en defensa de las instituciones y respetando la decisión de la mayoría.
La democracia, por definición, se basa en la voluntad de la mayoría. No obstante, en el último medio siglo se ha dado la aparición de líderes mayoritarios, elegidos por grandes cantidades de votos, y la aparición de ideologías nuevas, frecuentemente rechazadas por grupos extremistas, que han llevado a un aumento de la violencia institucional y los atentados contra estas figuras.
¿Qué sucede cuando esa voluntad es contestada vehementemente por una minoría significativa? Los intentos de magnicidio al expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, el pasado sábado, que resultaron infructuosos por milímetros; el intento de asesinato en Recoleta a la por aquel entonces vicepresidenta de Argentina en 2022, Cristina Fernández de Kirchner, que a escasos milímetros el arma no gatilló, por lo cual no terminó en algo peor; y el claro asesinato del candidato a presidente de Ecuador, Fernando Villavicencio, en plena campaña electoral, son ejemplos alarmantes de cómo las divergencias políticas pueden escalar a niveles de violencia extremos. Solo reflejando estos últimos tres años, vemos cómo esta tendencia se vuelve aún más preocupante.
Un breve repaso de los magnicidios más famosos de los últimos 50 años revela la gravedad de esta situación. En 1981, el presidente de Egipto, Anwar Sadat, fue asesinado durante un desfile militar. En 1995, el primer ministro israelí Yitzhak Rabin fue asesinado en un mitin por la paz. En 2003, la primera ministra de Pakistán, Benazir Bhutto, fue asesinada en un ataque suicida. Estos eventos, junto con los intentos de magnicidio más recientes, demuestran cómo las tensiones políticas pueden llevar a la violencia extrema.
Los atentados y la violencia no son simplemente actos de individuos aislados; son síntomas de un problema más profundo dentro de la democracia moderna. La polarización política y social ha alcanzado niveles sin precedentes. Las redes sociales amplifican las voces de los extremistas, creando cámaras de eco donde las opiniones radicales se refuerzan y se normalizan. Esto no solo erosiona la confianza en el sistema democrático, sino que también desestabiliza a las sociedades.
Además, la elección de líderes con ideologías disruptivas, que prometen un cambio radical, a menudo se enfrenta con la resistencia feroz de los sectores más conservadores o tradicionales. Esta resistencia, lejos de ser meramente política, se manifiesta en formas de violencia física y simbólica. La incapacidad de aceptar la legitimidad de los oponentes políticos socava los principios básicos de la democracia y lleva a un ciclo de inestabilidad.
En este contexto, es crucial reflexionar sobre el papel de la democracia en la sociedad actual. ¿Estamos realmente preparados para aceptar las decisiones de la mayoría, incluso cuando estas contradicen nuestras propias creencias y valores? ¿Cómo podemos fortalecer nuestras instituciones para resistir los embates de la violencia y el extremismo? ¿Es la democracia el sistema a seguir en estos tiempos o debemos repensar en otra solución?
Para cerrar, me tomo el atrevimiento de citar a un colega de este medio que algún tiempo atrás lanzó el siguiente disparador: ¿es preferible una democracia imperfecta o una dictadura implacable? Lejos de respaldar a los regímenes que llegan al poder con el uso de la fuerza, la democracia como tal cada vez suma mayores imperfecciones, que además no se permite un revisionismo, porque quienes a nivel mundial lideran los foros, parlamentos y cuerpos legislativos donde se deben someter estas discusiones, son los más cuestionados por sus extremismos. De izquierda o de derecha, el mundo ha perdido el eje, llevándonos a puntos de discusión diametralmente opuestos, en la que todo es sumamente discutido. Pareciera que nadie tiene la razón y sostener un discurso es de facho o de zurdo sin puntos medios.
Como al iniciar esta columna, la pregunta queda abierta. Lo invito a usted, señor lector, a reflexionar sobre la misma, para tratar de dar respuesta a algo que ya desde los mismísimos atenienses se viene planteando.