A principios del siglo XIX, el imperio portugués era una de las potencias que dominaba al mundo, si bien ya se encontraba en retirada de lo que en su momento fue probablemente el imperio que llegó a más tierras que incluso ni el mismísimo Magallanes se hubiese atrevido a imaginar.
Pero en el mencionado siglo surge una figura que haría temblar los cimientos de la realeza europea, y que amenazaba con terminar con sus vidas llenas de lujos y excesos. Ese hombre era nada más y nada menos que Napoleón Bonaparte. En las fechas que mencionamos, el conquistador francés iba por todo, y uno de los imperios en su mira era el portugués. Fue entonces que la corona decidió dar un vuelco radical y escapar hacia su colonia más rica. Dicho escape no solo implicaba buscar refugio, implicaba gobernar desde allí, sentar las bases de la corte real, un lugar donde la realeza pueda sentirse segura, pero a la vez decirle al mundo que todavía estaba vigente, y qué mejor lugar para hacerlo que Brasil.
De esta manera Brasil pasa de ser una colonia a un imperio y aquí radica la gran diferencia que lo separa de los demás países de Latinoamérica, ya que no era una colonia más, era el epicentro de las decisiones de lo que fue el Imperio portugués, ahora llamado Imperio del Brasil. Los años pasaron y la vida de la realeza transcurrió en calma, sin embargo, no duraría mucho ya que, y a fines de 1889, la monarquía llegaba a su fin y daba lugar al nacimiento de los Estados Unidos del Brasil.
Numerosos hechos han transcurrido desde la independencia del gigante de América del Sur, que hoy se encuentra transitando un sinuoso camino político que ha sido marcado a fuego por dos facciones ideológicas tan contrapuestas que hasta el agua y el aceite tienen más probabilidades de mezclarse, que estas dos de llegar a un acuerdo. El punto más álgido de los desencuentros de estas dos facciones se produjo cuando en octubre del 2022, Lula da Silva, el candidato del centro izquierda logró la victoria (por la mínima diferencia de 1.8 puntos), convirtiéndose nuevamente en presidente del Brasil, por tercera vez desde los inicios del siglo XXI.
Sin embargo, retrocedamos un poco en el tiempo y veamos cuándo comenzó a recrudecer e intensificarse estas viejas rencillas entre derechas e izquierdas. En octubre del 2016, la presidente Dilma Rousseff, que llegó a la presidencia de la mano del hoy presidente Lula da Silva, es destituida de la presidencia por el Congreso Nacional. Las razones esgrimidas estaban relacionadas a casos de corrupción, el tan famoso megacaso denominado “lavajato” (el nombre es atribuido a un local de lavado de autos, el primer local en ser allanado). Dicha operación embarró a gran parte de la política brasilera (para entender mejor de qué se trata, el que suscribe les recomienda ver la serie “El mecanismo”) hasta llegar al entonces expresidente Luis Inácio “Lula” Da Silva, así como también involucró a la gigante multinacional “Petrobras”. La destitución de Roussef derivó en una profunda crisis política en la cual ni siquiera el presidente Michel Temer (vicepresidente electo junto a Dilma Rousseff) saldría ileso. Luego de todo ese tumulto, surgiría una figura que el electorado brasilero interpretaría como un “distinto”, nada más y nada menos que Jair Messías Bolsonaro, una figura política que surgió desde los partidos de centro derecha (más derecha que centro) y que también conocemos como conservadores.
Bolsonaro, con un discurso antagonista, confrontativo y dispuesto a todo con tal de derrotar al “Partido dos trabalhadores”, representado por los entonces expresidentes Lula y Dilma Rousseff respectivamente. La carrera de Bolsonaro a la presidencia estuvo marcada por varios sucesos, inclusive sufrió un atentado en pleno acto político y por unos momentos puso su vida en riesgo, este hecho solo lo hizo más popular y lo catapultó a la presidencia en el 2019, venciendo al candidato del “Partido dos trabalhadores” Fernando Haddad por 11 puntos.
El ya electo presidente Bolsonaro era la antítesis de Lula, un personaje político con un discurso conservador, enfocado en los valores de la familia tradicional, en los “valores y buenas costumbres” de la vieja escuela, y con un rechazo absoluto a la comunidad LGBT. El rumbo de Brasil daría un giro de 180 grados, generando repudios de múltiples sectores en numerosos países. El discurso bolsonarista buscaba socavar aquello que Lula construyó y que Dilma Rousseff apuntaló, y como es de costumbre, en el medio quedaba una sociedad brasileña totalmente dividida y que nunca volvería a ser la misma.
A medida que avanzaba el gobierno de Bolsonaro, más trataba de despegarse de las relaciones que los gobiernos de centro izquierda supieron construir. Rompieron relaciones con la Venezuela de Maduro, condenaron al comunismo en Cuba y se despegaron de todo aquel que osase pendular hacia la izquierda, incluida la Argentina gobernada por el kirchnerismo, representada por el entonces presidente Alberto Fernández, y al mismo tiempo reavivando relaciones cuasi carnales con los Estados Unidos gobernada por Donald Trump, así como también contó con una muy buena relación con el Estado de Israel, tanto es así que cuando Estados Unidos mudó su embajada a Jerusalén (en claro apoyo a la decisión de Netanyahu de trasladar la capital), al poco tiempo el Brasil de Bolsonaro tomó la misma medida.
Sin embargo y como siempre hay que aclarar, a diferencia de la Argentina, países como Brasil tienen una mirada contundente a la hora de “separar la paja del trigo”, en este caso la política de la economía. El gobierno bolsonarista sabía muy bien que, aunque se encontraba en veredas opuestas (ideológicamente hablando) con muchos de sus socios comerciales (China incluida) debía mantener esos vínculos y afianzarlos, para eso contaba con un ministro de economía como Paulo Guedes, quizás una de las figuras más importantes de su gabinete. Ya durante la pandemia, el expresidente Bolsonaro fue severamente cuestionado, ya que el Brasil prácticamente en ningún momento mantuvo sus fronteras cerradas, así como tampoco contó con una política de cuarentena estricta ni nada que se le parezca, esto despertó un sinfín de críticas por parte de la prensa, y fue así como abrió otro frente de guerra, contra los medios de comunicación, un grave error político que le terminaría costando muy caro.
Ya llegando al final de su mandato, la sociedad se encontraba en una grieta cuya profundidad se asemejaba al abismo que contemplamos cuando visitamos la Garganta del Diablo en las Cataratas del Iguazú, y como todos los manuales de Ciencia Política indican, cuando un gobierno no termina de plasmar sus intenciones en la práctica, lo más probable que suceda es que se revivan las viejas recetas, es decir, que vuelvan a surgir figuras políticas que todos daban por olvidadas (una vez más, cualquier imagen o semejanza con nuestro país, NO es mera coincidencia) y, señoras y señores, Lula Da Silva estaba de vuelta en campaña. Con una de las carreras electorales más sucias y salvajes de las que se tenga memoria, el 2022 fue un año en el cual los enemigos políticos, Jair Bolsonaro y Lula da Silva se enfrentaron palmo a palmo con sus posturas antagonistas, que daría por vencedor al líder del Partido dos Trabalhadores . Una victoria con una diferencia mínima y con un Congreso claramente emparejado, el electo presidente sabía que no tendría un mandato fácil y que cualquier traspié importante podría costarle su cargo, sin embargo, el ya derrotado Jair Bolsonaro no se iba a ir sin dar la nota, y cuando sus simpatizantes tomaron el palacio legislativo y amenazaban con destruirlo, optó por un silencio intencional y por la tardía intervención de las fuerzas de seguridad.
En la actualidad, el gobierno del presidente Lula da Silva se encuentra transitando un proceso complicado, con muchos de sus proyectos demorados en el Congreso, y sus repudiables gestos políticos internacionales tratando al Estado de Israel de genocida, provocando un sinfín de protestas a lo largo del territorio brasilero, el líder del PT despierta cada vez mas críticas, dejando a la vista que su tercera presidencia está muy lejos de ser lo que fueron las anteriores, además a esto agrego que, para los gobiernos populistas, gobernar sin el poder absoluto que les permite manejar “la caja” a discreción, se les hace muy difícil.
La dura realidad es un efecto directo de las decisiones del pasado ya que todo tiene que ver con todo y en política nada nace de la nada misma. Brasil es un claro ejemplo de esto, ya que se encuentra en un bucle político en el que entra y sale una y otra vez con la nueva y la vieja política, e impidiendo así solidificar una estructura política sobre la cual sostenerse en el tiempo. Por lo menos en eso podemos decir que tanto Argentina como en Brasil, vienen parejos ya que ambos se encuentran inmersos en un abismo ideológico profundo, con una enfermedad de base llamada fanatismo, es por eso que surgen candidatos “antisistema”, que pretenden aniquilar al otro con discursos cargados de odio y que solo alimenta el fanatismo, en vez de intentar acercar por lo menos un poco a las partes, esto solamente aviva las llamas y como decía Confucio:
“No pretendas apagar con fuego un incendio, ni remediar con agua una inundación”.