Hablar de violencia política en el contexto actual no es ninguna novedad. Desde que comenzó este gobierno, la lógica agresiva de Twitter se trasladó a la política real. Chicanas, insultos y respuestas subidas de tono forman parte del repertorio habitual, no solo de Javier Milei, sino también de sus funcionarios. Esto ha derivado en enfrentamientos con periodistas y medios que, por cuestiones ideológicas o económicas, han decidido plantarse como opositores, llenando horas y horas de debate televisivo sobre el supuesto estilo “violento” del oficialismo.
Pero la violencia política no nació el 10 de diciembre de 2023. No es la primera vez que un presidente confronta con periodistas, insulta funcionarios o ataca a quienes piensan distinto. Si existiera un podio de agresores, el kirchnerismo sin duda se llevaría varias medallas. No solo por sus constantes ataques a opositores, sino por su habilidad magistral para victimizarse cuando les conviene.
Escandalizarse porque un presidente grita, llama “mandriles” a sus críticos en redes o responde agresiones en el Congreso es infantil si lo comparamos con las tácticas de los militantes de la violencia política, que han enrolado por décadas las filas del Kircherismo. Porque violencia también es que una familia tenga que enterrar a su hija de siete años sabiendo que los responsables jamás pisarán una cárcel, por el abandono de la inseguridad en la provincia de Buenos Aires. Violencia es un gobernador que, en su segundo mandato, finge que la crisis de su provincia comenzó el 10 de diciembre y culpa de todo al gobierno nacional, cuando en la pandemia usó las fuerzas de seguridad solo para perseguir ciudadanos, sin aplicar política alguna en materia de seguridad durante los casi 6 años que lleva de mandato.
Violencia es también la de los legisladores de Unión por la Patria, que se negaron a votar proyectos como Ficha Limpia, reincidencia o reiterancia, o la de quienes bloquean la designación de jueces en la Corte Suprema. Nos violentaron cuando nos encerraron en una cuarentena eterna que, según el propio exministro Guzmán, se sostenía más por marketing político que por razones sanitarias.
¿Y qué decir del paro general más rápido de la historia democrática, convocado porque su candidato perdió las elecciones? ¿O del móvil periodístico incendiado en plena aplicación del protocolo antipiquetes? ¿Y los periodistas que siguen siendo agredidos en la calle por el simple hecho de hacer su trabajo?
Parece que hay violencias que indignan y otras que se justifican. Decir que a Caputo “hay que colgarlo en una plaza pública” es una simple metáfora, pero afirmar que Cristina Kirchner es una condenada es “un ataque a la democracia”.
Seamos serios. Un presidente que grita y twittea puede molestar, pero hay violencias mucho más graves y peligrosas. Y los que hoy se rasgan las vestiduras deberían ser los primeros en callarse. Milei está jugando con todos los límites que permite el juego de la política, lo que al menos por ahora la ciudadanía tolera y no le da demasiada importancia, y será en definitiva la voluntad de la misma, la que en octubre determine si acompaña o no este rumbo del gobierno. Pero los militantes de la violencia en todas sus formas deberían replantearse su escala de valores y hacer una introspección profunda, porque eso sí, la gente ya no se chupa el dedo, y sabe que ya no son más los buenos de la película.
Bryan Villalba…