Mientras el país debatía el “Criptogate” y la entrevista de Milei en TN, pasaba casi desapercibida la mayor concentración mediática en años: la compra de Telefónica por parte del Grupo Clarín.
La española Telefónica llevaba tiempo retirándose de Sudamérica, y Argentina no era la excepción. Lo adelantamos aquí en La Última Rosca: el Grupo Clarín quería quedarse con la empresa, pero para eso necesitaba el aval de Milei para sortear las restricciones antimonopolio. El presidente, sin embargo, se mostraba reacio a recibirlos.
Pero el poder económico, como el progreso, es muchas veces imparable. Finalmente, se confirmó que el grupo de Héctor Magnetto adquirió Telefónica por 1.500 millones de dólares, pasando por encima de cualquier objeción posible. La reacción del gobierno no se hizo esperar: criticó la operación y aseguró que los organismos de control—los mismos que Milei desmanteló, como el ENACOM—investigarían si hubo una violación a las normas de defensa de la competencia.
Ahora bien, estimado lector, usted y yo podemos tener mercadas diferencias acerca de lo que pensamos de los monopolios, o explicado de un modo más académico, aquellos mercados que concentran la oferta de un determinado producto o servicio en un único oferente. A mi modo de ver como estricto libertario, los monopolios no son perjudiciales en sí mismos; el verdadero problema se encuentra en aquellos que emergen como resultado de la intervención del Estado.
Como advertía Mises, el riesgo no reside en una supuesta inclinación natural del capitalismo hacia el monopolio, sino en las políticas intervencionistas que distorsionan el mercado y perpetúan estructuras de poder que ahogan la innovación y restringen la libertad económica. En un mercado auténticamente libre, las empresas deben adaptarse, innovar y atender las necesidades de los consumidores para poder prosperar. La competencia es no solo deseable, sino que constituye el motor del progreso económico.
Sin embargo, los monopolios tienden a lo largo del tiempo, a tergiversar el mercado en el que se encuentran, porque ante la ausencia de competencia, no se ven obligados a brindar al prójimo bienes de mayor calidad y a un menor costo, lo que termina en perjuicio del consumidor que puede dejar de consumir ese producto o conformarse con lo que el mercado le ofrece. Es esto último lo que termina en un abandono del producto y en la búsqueda de innovación de otros empresarios o, en estados intervencionistas, en el aparato estatal que regula la competencia.
Aquí es donde aparece la contradicción de Milei. Se cansó de repetir que el mercado se autorregula, que no existen fallas estructurales y que cualquier intervención es nociva. Sin embargo, cuando el problema lo afecta políticamente, cambia el discurso. Lo hizo con la yerba, cuyo mercado sigue intervenido en plena crisis salarial, que, a pesar de no ser un monopolio, batalla con los constantes desequilibrios propios de un mercado auto regulado; y ahora con Clarín, al que amenaza con organismos que él mismo desmanteló.
Milei, que se jacta de su coherencia ideológica, ahora se mete en una pelea innecesaria con el grupo que ya una vez se atrevió a enfrentar la propia CFK. ¿Será que la lucha contra “la casta” tenía excepciones? El tiempo dirá si desafiar a Magnetto fue un acto de valentía o el primer paso hacia su propio ocaso.
Milei prometió demoler al Estado, pero ahora usa lo que queda para frenar una operación privada. ¿Defender la competencia o ajustar cuentas con el poder mediático? Una vez más la política no demuestra que no solo no se renueva, sino que tampoco cambia.
Bryan Villalba…