Este miércoles, el Congreso de la Nación intentará, con el impulso del PRO y algunos aliados del oficialismo, debatir un proyecto que, en cualquier país serio, ni siquiera necesitaría discusión: la Ley de “Ficha Limpia”. La iniciativa, que prohíbe a las personas condenadas por corrupción ser candidatas a cargos públicos, surge tras años de lucha ciudadana que reunió medio millón de firmas. Algo tan elemental como exigir integridad en la función pública necesita, en Argentina, una cruzada cívica.
La corrupción en nuestro país no solo roba recursos: mata. Casos emblemáticos como la Tragedia de Once, con trenes que se convirtieron en tumbas por la desidia y el saqueo, son prueba irrefutable de ello. Pero también hay ejemplos menos sangrientos, aunque igualmente brutales: la Ruta del Dinero K, Ciccone, y esa década que algunos insisten en llamar “ganada” y que terminó con 17 condenados por corrupción solo en causas de obra pública. Sin olvidar que la corrupción no distingue colores políticos: sus raíces son bipartidistas y, como un cáncer, se extienden a todos los niveles.
Es imposible hablar de corrupción sin recordar su auge en los 90, cuando las privatizaciones y los sobornos fueron moneda corriente. Pero si hubo un “salto de calidad” en esta maquinaria delictiva, fue con el kirchnerismo, que profesionalizó el saqueo estatal bajo el disfraz de la épica nacional y popular. Néstor Kirchner no inventó la corrupción, pero sí la elevó a un arte. La obra pública, lejos de construir infraestructura, fue la vía rápida para enriquecer a unos pocos y financiar el relato.
Lo que resulta indignante no es solo que estas prácticas existan, sino que la clase política las haya naturalizado al punto de necesitar un debate legislativo para discutir si los delincuentes deben o no estar en las listas. ¿Qué dice esto de nuestra democracia? En un país donde un juez demora 15 años en dictar una sentencia por corrupción y donde las condenas casi nunca significan cárcel efectiva, este proyecto se siente como un parche: un pequeño paso en un pantano de impunidad.
La desconexión entre la política y las demandas ciudadanas es a veces tan abismal que parece que ambas agendas van por carriles diferentes. Por un lado, una sociedad que pide transparencia y condena con fervor cada hecho de corrupción que se destapa. Por otro, la clase política más rancia, que se resiste al tratamiento de estos temas, sabiendo que entre sus filas hay quienes no resisten algo tan básico como un certificado de antecedentes penales, documento que no les permitiría ni siquiera acceder a un empleo en el sector privado. Esto demuestra, una vez más, que el sector público se ha convertido en un gran paraguas para los delincuentes.
La Ley de Ficha Limpia es un pequeño avance en la pulcritud del cargo de cualquier funcionario público, al establecer que las causas por corrupción inhabilitan a quienes pretenden ostentar la función. Quizás se queda un poco corta aún al no incluir delitos igualmente graves, como homicidio, violación, narcotráfico, violencia, o crímenes contra el Estado, como traición a la patria. Ni hablar de delitos culposos, como accidentes de tránsito, o relacionados con el consumo de sustancias, casos resonantes que hemos presenciado recientemente. Todos estos tipos penales ameritarían una mayor amplitud en las inhabilitaciones.
Sin lugar a dudas, este es el camino que debiera transitar la función pública: con mayor transparencia, rindiendo cuentas de sus actos a la ciudadanía y entendiendo que el rol del funcionario es una tarea al servicio de la gente, no un mecanismo de enriquecimiento. Es momento de entender que determinadas conductas ya no son aceptadas y que quienes se encuentren en el poder tienen las mismas obligaciones que cualquier ciudadano. Los fueros o la estabilidad en el cargo no son privilegios de casta, sino herramientas que, tal como han sido otorgadas, pueden ser revocadas en cualquier momento.
Ficha limpia, políticos limpios y una función pública transparente. Si no exigimos esto, estamos tan condenados como aquellos que hoy enfrentan causas penales, metafóricamente hablando.
Bryan Villalba…