Numerosos escritores, analistas y tantos otros decidores de cosas han tratado de explicar esa permanente vocación del argentino. Conocer el impulso que nos moviliza es tan complejo como característico. Es como si además de entregarnos un número para conocer nuestro Documento Nacional de Identidad también nos inyectan excesos, tantos que alguna vez el Congreso decidió ponerles sellos a los alimentos para determinar si son o no saludables; pero claro, el problema no son los alimentos, sino la forma de consumirlos, la forma del argentino es lo enredado.
Es así que entre enredos vamos viviendo, a veces para un lado, otras para el otro, tanto fue creciendo la doctrina del enredo hasta que caímos en la confusión, en que nos olvidamos para qué somos argentinos, qué nos pasa… Comenzamos a repetir una y otra vez –antes, en la época de mi abuelo- y con ello buscamos explicar algo bueno de la tierra que tiene las Cataratas, el vino, el fin del mundo, el cerro de los 7 colores y la avenida más ancha del mundo, por nombrar algunas cosas, que son la identidad de un país que se confundió y perdió la memoria, convencidos de que somos lo que somos por lo que tenemos y no por su gente. Buscando con ello convencernos de que no podíamos armar un nuevo tiempo, una nueva época.
La ansiedad que nos caracteriza y por la que somos conocidos en el mundo nos impide buscar un modo para reconocer lo que nos pasa y desde allí tratar de salir adelante; pero no siempre es así, a veces -pocas veces-, ocurren cosas extraordinarias que nos hacen dejar de lado todo: broncas, miedos, incluso perdemos la noción de la existencia de equipos de fútbol, partidos políticos, religiones, etc., como fue aquella celebración que fue como una bocanada de aire fresco inmediatamente después de la inmersión, el día que con un partido de fútbol la argentinidad se encontró en los centros comunes de cada provincia para abrazarnos y festejar el campeonato del mundo.
El día del campeonato mundial fue un reencuentro con nosotros mismos, floreció el respeto y el amor por el prójimo; los excesos de felicidad hicieron que olvidáramos las diferencias al menos por un tiempo. Sin embargo, aún no supimos encontrar quien pueda traducir esa argentinidad a un consenso general que nos permita construir el puente de la pasión por la adrenalina a la pasión por la excelencia como sociedad. No hablo de excelencia como calidad de personas o desde un concepto de superioridad, sino desde la búsqueda del bienestar general.
El bienestar general requiere un profundo compromiso con el lenguaje, la educación y la honestidad para que las personas y sus cosas dejen de ser una mercancía; recordar y reconocernos capaces de encausar la senda de la igualdad y la fraternidad que nos ofrece un camino que nos lleva a lo más parecido que alguna vez planteó el jurista y teólogo Tomás Moro en lo que definió a la Utopía, aquel lugar donde la justicia prevalece y todas las personas alcanzan la felicidad plena por la organización del Estado, donde la honestidad es el único camino para ello.
Este acuerdo que requiere de líderes políticos, empresarios, trabajadores y cada uno de los argentinos, no puede seguir esperando un nuevo campeonato mundial para encontrarnos y discutir con las armas rendidas sobre el país que tendremos o pretendemos ser. Los relatos forman parte del estado, sin embargo, el más importante de los últimos años recuerda el pasado, los abuelos y algunos rencores que nada tienen que ver con el futuro.
Un futuro que requiere fortaleza física y sabiduría de comprender que en la búsqueda de la Utopía no sobra nadie, y que tanto hinchas de River como de Boca, cristianos y agnósticos, partidarios de la izquierda, del centro o de la derecha son necesarios para definir lo que vendrá, y si aquellos que lo representan no logran este acuerdo, es responsabilidad de los que están un poco más abajo en la jerarquía forzar ese cambio. Los fundamentos de un futuro están en la eliminación de los fundamentalistas que encuentran en sus pasiones más obtusas, la imposibilidad para conversar sobre una Argentina que debe ofrecer una mejor calidad de vida a sus habitantes y una alternativa comercial, turística y económica al mundo.
¡Estamos a tiempo de cambiar el rumbo de la historia…!
El mundo que nos mira nos define de muchas formas, algunas no parecen ofensivas, otras graciosas y otras nos recuerdan que simplemente somos un país más adentro de un planeta. Reconocer la dimensión de nuestros dichos y acciones nos permite administrar la intolerancia que el orgullo que nos caracteriza suele dejarse ver.
¡Estamos a tiempo de cambiar el rumbo de la historia, podemos ser lo que queramos o solamente lo que nos alcance! Mientras esto ocurre debemos dejar de pensar que un argentino es un enemigo y encontrar el último acuerdo que necesitamos lograr para que de una buena vez, los índices que entristecen a las familias pasen a ser parte de la historia de una argentina que no somos ni deberíamos vivir.