En la Argentina actual, el espectáculo ha reemplazado al contenido. En vez de política, tenemos puesta en escena; en lugar de ideas, efectos especiales. Y el “pochoclo” —ese alimento vacío, crujiente y adictivo— se ha convertido en la metáfora perfecta de una sociedad desconcertada: entretenida, pero no alimentada.
Mientras faltan dirigentes con espesor real —como bien me dijo un amigo esta semana: “No hay ni uno solo que se parezca, ni de cerca, a Raúl Alfonsín”—, la política recurre al recurso más viejo del manual: la cortina de humo.
El mecanismo es conocido y universal: distraer, desviar la atención, tapar con ruido lo que no se quiere mostrar. En Estados Unidos, Donald Trump respondía a cada acusación judicial con un mitin grandilocuente. En España, Pedro Sánchez anunciaba medidas simbólicas contra la corrupción, la transparencia y la prostitución justo cuando estallaba un nuevo escándalo en el PSOE. En Argentina también suceden cosas similares.
Esta semana se presentó como excelente noticia el regreso de la “revolución exportadora del campo”, cuando en realidad no fue más que la reversión de un manotazo del propio Gobierno el año anterior.
Mientras tanto, 70 compañías multinacionales decidieron vender sus negocios en el país. Algunas directamente se retiraron, otras dejaron sus marcas operando bajo el control de jugadores locales. Entre ellas: Falabella, Walmart, Latam, ExxonMobil, HSBC, Telefónica, Itaú, Clorox, Xerox, Prudential, Nutrien, Fresenius Medical Care, Petronas, y más recientemente, Procter & Gamble (P&G) y Mercedes-Benz.
Es una realidad: el país no está funcionando porque no puede. Y no puede porque no tiene el apoyo de gobernadores, empresarios, ni de referentes del mundo productivo, que muchas veces se sienten maltratados, ninguneados o ignorados por un Gobierno que no ofrece condiciones clave como estabilidad macroeconómica, certeza jurídica o coherencia interna entre quienes toman decisiones.

A pesar de ese contexto, se celebró el acuerdo con Estados Unidos para facilitar visas como si fuera una gran conquista diplomática. Kristi Noem, secretaria de Seguridad estadounidense —que pretendía ir a tomar vino y cabalgar en Mendoza— terminó haciendo una recorrida a caballo por Campo de Mayo con Patricia Bullrich. Fue recibida por Milei en la Casa Rosada. Algunos visitantes extranjeros vienen a sentirse “gauchos”. Pero, por ahora, no habrá cambios concretos para los viajeros: será para más adelante. Todo huele más a guiño electoral que a logro estratégico. Se trata de sembrar una fantasía para una clase media que sueña con Disney… aunque ya no pueda pagar ni el pasaje.
Mientras tanto, la verdadera disputa ocurre lejos de los focos: por la caja, por el poder, por los espacios de decisión. El famoso “triángulo de hierro” que sostiene al oficialismo cruje por dentro, y ya se habla —como mínimo— de un cuadrado, donde se sumaría Guillermo Francos, con la esperanza de mejorar la interna y recuperar cierta coherencia.
Las tensiones entre el presidente y su vice, Victoria Villarruel —a quien puertas adentro ya llaman “la bruta traidora”— son irreversibles. La omnipresente hermana, la “hemajefa”, lo condiciona, lo reprende y hasta lo silencia, según voces cercanas al Gobierno.

La estrategia parece ser vivir del relato hasta las elecciones y luego reformular el Gabinete, a ver si logran salir de la inacción. La política ha sido reemplazada por un teatro de operaciones comunicacionales. Pero la realidad no se detiene: jubilados con la ñata contra el vidrio, médicos agotados en hospitales públicos, fuerzas de seguridad que ven perder sueldos, sus mutuales y sus hospitales, jóvenes que solo vislumbran futuro más allá de Ezeiza.
Según proyecciones del padrón electoral de 2023, ya hay más de 1.800.000 argentinos viviendo en el exterior. No es una cifra: es una señal de alarma.
En democracia, donde la pluralidad de voces debería garantizar el debate, se utiliza la saturación informativa como forma de control. Se nos aturde con múltiples temas simultáneos —la mayoría triviales, anecdóticos o incluso peleas personales— para impedir que la sociedad se enfoque en lo esencial: educación, justicia, empleo, equidad.
Las cortinas de humo no solo tapan: desgastan. Cansan. Erosionan la confianza. Y esa pérdida es la antesala del hartazgo. Muchos se van. Otros se retiran emocionalmente. Se desconectan. Porque entienden, como pocos, que el pochoclo entretiene… pero no alimenta.
La política se volvió tan liviana como el pochoclo: mucho ruido, cero nutrición, y una resaca democrática cada vez más difícil de digerir.
Por Eduardo Reina, analista y consultor político
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