Como cada año, se abre una nueva discusión en torno a la ley más importante de todas: el presupuesto nacional. La «Ley de Leyes», como se la conoce, fue presentada días atrás ante un Congreso aún embullido por el reciente veto a la ley de movilidad y la promesa del Presidente de hacer lo mismo con la Ley de Financiamiento Universitario.
Nuevamente surge el dilema de siempre: ¿Aprobar o no el presupuesto nacional? La oposición se encuentra entre la espada y la pared, con dos opciones igualmente envenenadas. Por un lado, aprobar el presupuesto del presidente Milei, quien exhibe su fetiche por el déficit cero y la justificación rigurosa de cada gasto. Por otro lado, rechazarlo, perpetuando la reconducción de un presupuesto obsoleto que nos sigue guiando como un GPS desactualizado.
La propuesta de Milei no es tan descabellada si se la analiza a fondo. Exige que cada gasto no contemplado en la hoja de ruta presupuestaria tenga su contrapartida en ingresos justificados. En un país donde la política ha sido históricamente un juego de favores y asignaciones discrecionales, suena casi utópico que, de pronto, se exijan justificaciones reales. Es como pedirle a Carla Vizzotti que explique por qué necesita 13 millones para comprar 10.000 penes de madera.
Para el gobierno, esto es perfecto: impone disciplina fiscal y evita que “la casta” continúe asignando partidas discrecionales para congraciarse con gobernadores, intendentes, o cualquier actor que garantice una foto o un voto en el Congreso. La verdadera pregunta es: ¿Cuánto tiempo duraría esta rigidez antes de que alguien encuentre un atajo o una justificación creativa para lo injustificable?
Si la oposición decide aprobar el presupuesto, Milei obtendría un escenario ideal para implementar su modelo libertario basado en el déficit cero. Este sería el primer presupuesto en décadas que se ajuste estrictamente a la lógica de que cada peso gastado debe tener una contrapartida en ingresos reales. En la práctica, esto le permitiría al gobierno aplicar políticas de ajuste sin las barreras tradicionales, algo que Milei podría aprovechar para mostrar una gestión ordenada y austera, acorde con su discurso. Sin embargo, la rigidez de este presupuesto también podría generar tensiones sociales: los recortes a sectores sensibles, como salud, educación y obra pública, no tardarían en generar resistencia. En ese caso, la gran incógnita es cómo reaccionaría Milei cuando los costos políticos del ajuste empiecen a sentirse en la calle. Aprobárselo sería, en teoría, el terreno perfecto para que Milei demuestre si su visión económica es viable o si las limitaciones del poder lo obligan a flexibilizar su plan original.
La estrategia opositora que podría fortalecer a Milei
Rechazar el presupuesto no solo es una cuestión técnica o fiscal, es una jugada política que podría costarle caro a la oposición. Si deciden no aprobarlo, estarían entregándole a Milei en bandeja de plata el argumento que ha esperado para reafirmar su retórica: “La casta es el problema, quieren preservar sus privilegios”. Esta narrativa, que Milei ha sabido construir con precisión quirúrgica, resonaría profundamente en una ciudadanía hastiada de escuchar que la culpa siempre la tiene la “herencia recibida” o la oposición de turno. Esta vez, la política, más que un obstáculo, podría convertirse en el chivo expiatorio perfecto para justificar cualquier falta de gestión.
No aprobar el presupuesto no solo implicaría que el gobierno continúe operando con una hoja de ruta antigua y desfasada, sino que le daría una “green card” para ajustar las partidas presupuestarias a conveniencia. En otras palabras, el rechazo del Congreso le permitiría al Ejecutivo moldear las asignaciones y recortes sin control parlamentario, ajustando el dinero público donde considere prioritario.
Este escenario, lejos de ser un triunfo para la oposición, la deja en una posición incómoda. Por un lado, el gobierno podría criticar abiertamente la falta de apoyo y culpar a la “vieja política” de los bloqueos, alimentando aún más su discurso antisistema. Por otro lado, el rechazo parlamentario otorgaría al gobierno mayor discrecionalidad en el manejo de las finanzas públicas, lo que significa que cualquier ajuste será mucho más difícil de fiscalizar o controlar. En resumen, al no aprobar el presupuesto, la oposición no solo perdería influencia sobre el manejo del gasto público, sino que también reforzaría la narrativa de Milei, consolidando su figura como el líder que lucha contra una estructura política que, según él, no le permite gobernar.
¿Y quién se lleva el golpe final? Como siempre, nosotros, que vemos cómo los fondos se distribuyen según las necesidades coyunturales del gobierno, sin una previsión clara y viviendo una improvisación constante. Lo que aparenta ser un acto de resistencia política podría acabar siendo un tiro por la culata para la oposición, permitiendo al gobierno jugar sus cartas de manera mucho más estratégica y sin rendir cuentas de antemano.
Lejos de ser una jugada astuta, el rechazo del presupuesto podría ser el salvavidas que Milei necesita para seguir construyendo su narrativa antisistema, mientras ajusta las partidas a su conveniencia. La ironía es que, en su afán por frenar al gobierno, la oposición podría terminar dándole más poder del que pretendía quitarle, cayendo en la trampa que ellos mismos ayudaron a tejer.
En este ajedrez político, la oposición debería preguntarse si realmente vale la pena dejar al “rey” al descubierto, o si, al final del día, estarán moviendo las piezas que fortalezcan aún más su posición en el tablero. Mientras tanto, el país sigue atrapado en un ciclo donde las decisiones no se toman pensando en el futuro, sino en quién se queda con la última palabra.
Bryan Villalba..